El Señor Ortega y Google
En su libro publicado en 1929, La Rebelión de las Masas, José Ortega y Gasset —un recóndito filósofo, español y liberal, burgués y afrancesado— hablaba ya de un tema de nuestros días: que las masas del pueblo han reclamado para sí el poder social y se inmiscuyen en todos los aspectos de la vida política y de las ciudades; que la cultura y los plácemes de la vida están a merced del populacho. Sin embargo la idea que más ha perdurado de sus observaciones, escritas a manera de crítica social, es un comentario que lo ha puesto en compañía de Isaac Newton y de Sergei Brin, por improbable que parezca —y no estoy hablando de la trama de una novela perdida de Douglas Adams.
Sir Isaac Newton hizo en su carrera científica un ejercicio de modestia, y declaró que si había podido ver más lejos en las ciencias físicas fue porque estaba encaramado sobre los hombros de gigantes. Es decir, que sólo podía hacer importantes descubrimientos al utilizar los conocimientos heredados de los grandes científicos que le precedieron, verdaderos gigantes. Desde entonces esta fórmula de estar “sobre hombros de gigantes” se utiliza, aun más allá de los confines de las ciencias, para agradecer el trabajo de los que vinieron antes que nosotros, que hicieron todo lo postrero posible.
El señor Ortega y Gasset, que tenía una visión menos romántica de las cosas, y un concepto historicista y pragmático de los desarrollos sociales y del conocimiento, planteó, mediante unas frases escritas casi sin cuidado, lo que se ha llamado la “hipótesis de Ortega”. Y he aquí el origen de las discusiones. Se trata ésta hipótesis ni más ni menos de la forma en que se desarrolla el conocimiento en general y científico en particular. Y de cómo se logran los cambios importantes en la ciencia.
Como buen español, Ortega recela del idealismo y la magnanimidad inglesas, y postula en cambio que los avances científicos no son el resultado de un gigante que se sube sobre los hombros de otro gigante. ¡No señor! Es más bien el resultado obtenido por las masas de científicos anónimos y no reconocidos, que trabajan afanosamente en la obscuridad de sus vidas de laboratorio. Los pequeños conocimientos y desarrollos acumulados en el tiempo por esas muchedumbres de trabajadores de la ciencia dan como resultado el avance científico. No son los héroes los que un buen día deciden cambiar el curso de las ciencias. Es el empírico de a pié, junto con los miles más como él que existen en el mundo, los verdaderos artífices del avance científico. Las masas pues, otra vez.
Si miramos bien, esta concepción del avance y acumulación de conocimiento es sorprendentemente post-moderna y adaptada a las cosas que vivimos hoy. A saber, la #innovación abierta, Wikipedia, software de código abierto, los enjambres inteligentes, la inteligencia en las redes sociales, el cómputo humano, y una larga lista de etcéteras que sería ocioso seguir contando. El modelo de negocio mismo de una empresa como Google depende del trabajo de millones de empíricos orteguianos para poder ingresar los miles de millones de dólares al año que factura. ¿De dónde ha sido que Ortega se ha sacado todo esto? Pues de la observación ya bastante pedestre en el año 1929 de que las masas acabarían por tener el poder social pleno; a fuerza de presencia y comunicación, y números que se suman.
Pero hagamos un alto aquí. Los que no han podido o querido evitar que se cambie el paradigma iniciado por Newton han decidido tratar de probar la hipótesis, una u otra, desde luego. Se han hecho investigaciones concienzudas dentro del ámbito de las citas y referencias académicas en miles de publicaciones para determinar si es cierto que los científicos anónimos tienen tanto o más peso que los gigantes. Es una batalla entre David y Goliat. La ciencia vive del proceso de la revisión por los pares. Y los pares viven de ser conocidos, y ser citados por la mayoría de discípulos posibles. De aquí obtienen su capital social, científico y monetario. ¿Qué pasaría si de un momento a otro queda probado que los grandes científicos no tienen la influencia que pensaban tener, y que no se debe ser un gigante para ser importante? A lo mejor la ciencia, y la innovación, cambiarían. Saldrían ya de una vez de las torres de marfil de las universidades y de las corporaciones; llegaría a los demás, a los que pensamos sin ser genios, usamos productos, probamos métodos nuevos y somos más o menos el ciudadano de a pie. Una visión del cambio y del conocimiento que ya muchas organizaciones, como Google o Wikipedia, ponen en práctica.
Pero la verdad es que no se ha logrado decidir aun si el proceso científico se trata de los gigantes sobre los hombros, o de los científicos en el transporte público. Es muy difícil saberlo. Mientras tanto seguimos sorprendidos de cómo un filósofo español de la generación del 27 y una empresa como Google terminan teniendo tanto en común, y de cómo esa relación extraña podría tener una influencia importante en cómo se hace ciencia y como se hace innovación en las décadas por venir. ¿Esperaremos a la llegada de los gigantes encumbrados, o tomaremos la idea de Ortega en nuestras manos, seremos masa rebelde, y nos daremos a la tarea de crear el mundo que visionamos con las meras herramientas que nuestra capacidad de trabajo y nuestra inteligencia nos han puesto cerca? He aquí el tema de nuestro tiempo.
Este artículo fue publicado en la Revista Fortuna el 10/nov/2014